En Carrow Road se sientan dos aficionados del Norwich de mediana edad. Uno de ellos parece estar atravesando alguna crisis personal. Se muestra reservado, retraído, melancólico, incluso ausente. Ni siquiera celebra del todo los goles del equipo. Estira los brazos semisentado, amagando con levantarse, pero sin terminar de hacerlo. A su lado se sienta otro hincha más risueño y hablador. Se intuye que no son amigos fuera del campo, pero tienen esa relación de amistad tan particular que se forja en las gradas. Entre jugada y jugada, el hombre aparentemente alegre desliza comentarios sobre la vida que ocurre lejos del estadio: “Espero que la semana haya ido bien”, “solo por esto ha merecido la pena”, apunta. En el último partido le regala a su compañero de grada su bufanda verde y amarilla. Estamos ya al final del vídeo y la pantalla se vuelve de pronto oscura y parpadea un mensaje que dice: “A veces puede ser obvio cuándo alguien está luchando por salir adelante”. A continuación, el hombre más reservado regresa al estadio solo y coloca la bufanda en el asiento vacío de su amigo: “Pero a veces, las señales son más difíciles de detectar”. Y el vídeo termina.
Este es el argumento de una campaña que el Norwich publicó en sus redes sociales la pasada semana, durante el Día Mundial de la Salud Mental. Es un vídeo de apenas dos minutos, pero con un mensaje portentoso del que se han hecho eco millones de personas. Porque en el Reino Unido del siglo XXI, como en tantos otros países, la soledad no deseada está matando gente. No directamente, claro, pero sí insidiosamente a través de su efecto sobre la salud mental. El vídeo del Norwich demuestra que se puede explicar la salud mental y la soledad no deseada a través del fútbol y, lo más importante, demuestra que también se puede combatir la soledad a través del fútbol si uno es capaz de captar las señales.
Cuando llega el viernes muchas personas se enfrentan a un vasto desierto emocional que atravesar hasta que el trabajo recupera la rutina. Durante los sábados y domingos se produce una fortísima discrepancia entre ellos y el mundo exterior. No es únicamente esa sensación de soledad, emoción asesina, también de exclusión. No hay espacio en bares, restaurantes, calles o parques rebosantes de planes en grupo y en pareja. Así que para algunas de esas personas el estadio es el lugar en el que socializar los fines de semana y sentir al menos un contacto momentáneo; sentirse parte de algo, de un grupo, de una comunidad, de una tribu. “El fútbol tiene importancia, y una cierta trascendencia, por lo que volcamos en él: desde lo colectivo, como la política y la historia, hasta asuntos estrictamente personales como la alienación, la rabia o la soledad”, escribió Enric González.
Tiene sentido que el fútbol triunfase en sus orígenes entre la clase trabajadora de Inglaterra y entre comunidades humildes. Porque, probablemente, para bastantes de aquellos obreros del siglo XIX no existía nada más estimulante que el amor a su equipo. La posibilidad de evasión colectiva era en sí misma la victoria. El mítico entrenador del Liverpool Bill Shankly definió el fútbol como una suerte de socialismo, no tanto en su sentido político, sino en el de solidaridad. Sabía Shankly —783 partidos como director de los reds— que en las gradas se juega mucho más que un partido. Allí se construyen relaciones humanas y se ensancha, de algún modo, el tejido social. A fin de cuentas la esencia de la humanidad es la conexión, aunque esta se produzca viendo cómo 22 tipos multimillonarios le dan golpes a una pelota.
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