Para la mayoría de los sudafricanos, los All Blacks eran un aliado, el enemigo de sus enemigos. El rugby era un elemento de dominación del apartheid, la discriminación racial llevada a las estructuras del Estado. Por eso deseaban la victoria de Nueva Zelanda cuando se medían a los Springboks, como un soplo de democracia, un pinchazo a la dictadura. La inteligencia política de Nelson Mandela, que usó el rugby como arma de integración, transformó aquellos haters con causa en defensores de una misión nacional. La final del Mundial de 1995, la única que han disputado ambos países, elevó a Sudáfrica frente al gigante Jonah Lomu. Ambos se citan de nuevo este sábado en París (21.00, Movistar), los dos tricampeones en busca del cuarto título.
El francés Abdelatif Benazzi lloró porque su ensayo no subió al marcador en las semifinales del 95, pero lo aceptó tras ver la final. “Era más importante que no estuviéramos allí. Lo que estaba ocurriendo ante nuestros ojos era más importante que un partido de rugby”. Mandela abogó por acabar con el aislamiento internacional de los Springboks –el grueso del rugby internacional lo secundaba contra el apartheid– y convirtió en Mundial en suelo propio en un arma de reconciliación, un doble reto porque requería el perdón de los suyos y la confianza de los afrikáners, que recelaban de su presidencia y contemplaban alternativas militares.
El rugby fue un regalo de Mandela a sus carceleros durante tres décadas a cambio de nada. De hecho, los primeros partidos de la reinstaurada Sudáfrica estaban llenos de banderas del apartheid. Su persistencia desembocó aquel 24 de junio de 1995 con 62.000 aficionados coreando su nombre en Ellis Park, en lo que era un enclave enemigo como Johannesburgo, al verle con la elástica. El premio tras soportar sonoros abucheos en las barriadas donde creció, entre los suyos, espantados ante esa camiseta verde y oro.
Su misión contó con dos figuras clave en un equipo totalmente blanco, con la excepción del mestizo Chester Wiliams. La primera, Morné du Plessis, el gran capitán de los 70 convertido en seleccionador, que representaba a esa parte de la sociedad blanca incómoda con el apartheid. La otra fue el capitán, Francois Pienaar, el perfil apolítico, centrado en el rugby. Cuando Mandela añadió el Nkosi Sikelel’ iAfrika, una canción de protesta de su pueblo, como himno, mantuvo el anterior, un guiño al antiguo régimen, y consiguió que los jugadores cantaran ambos; el segundo, en xhosa. El Mundial se acercaba, la plantilla se emocionaba con la letra y la comunidad negra les paraba por la calle ante su asombro.
Pero ganar la final ante uno de los equipos más formidables de la historia era otro cantar. Con un Jonah Lomu que venía que abrasar a Inglaterra con cuatro ensayos en semifinales. “Era la montaña que teníamos que escalar”, resumió el apertura que anotó la patada de la victoria, Joel Stransky. Su primer defensor era James Small, cuyo tamaño, 30 kilos menos, hacía honor a su apellido. Cuando el neozelandés avanzó durante la haka, se dirigió a él para intimidarle, pero su compañero Kobus Wiese se interpuso. La prueba fehaciente del mensaje que le había dado Chester Williams. “Lo único que tienes que hacer es contenerlo y nosotros acudiremos”. Un trabajo en equipo, no exento de dureza, que anuló al mejor anotador del mundo.
No fue una final de fuegos artificiales –no hubo ensayos– sino de intensidad. Dos equipos guardando sus líneas, una guerra de trincheras. Y el factor cancha jugó un papel crucial, con Mandela en el epicentro. “Les oímos corear su nombre y pensamos: ¿Cómo vamos a derrotar a esos cabrones?”, reconoció años después el capitán de los All Blacks, Sean Fitzpatrick, en una frase recogida en el libro El Factor Humano, de John Carlin. Cuando acabó el partido, Pienaar matizó la pregunta del periodista cuando le preguntó por el público. “No teníamos 62.000 aficionados, teníamos a 43 millones de sudafricanos”. Esas barriadas negras eufóricas.
Fue la única final que ha perdido Nueva Zelanda, mientras Sudáfrica ha ganado las tres que ha disputado. Los Springboks les dieron en Londres un correctivo en el último partido que han disputado, en agosto (7-35). Pero los All Blacks llegan en trayectoria ascendente tras caer en el duelo inaugural ante Francia, esgrimen una defensa disciplinada que apenas comete faltas y su talento sin parangón en ataque.
La integración racial de los Springboks no ha cambiado su estilo, un reto físico de primer orden, con el empuje eterno de su delantera, auténticos velocistas en las bandas y pateadores solventes. Siya Kolisi, su primer capitán negro, el que levantó el título en 2019 en Yokohama, es un digno sucesor de Pienaar. Y comparte ese número seis que llevaba Mandela a la espalda.
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